Los nunchakus son un arma de origen japonés, más específicamente de la isla de Okinawa. Originalmente era utilizado como una herramienta de trabajo por los campesinos y servía para desgranar el arroz (separar el grano de la paja) golpeando con ellos las espigas puestas en una malla. En 1609 se prohibió a estos campesinos el uso de armas, y tras los constantes ataques de los samurai, quienes robaban y oprimían a los campesinos se empezaron a usar herramientas de trabajo para defensa, creando así el kobudo de Okinawa, casi al mismo tiempo que el karate, que se creó con el mismo fin pero sin considerar el uso de armas. Dentro de las armas del kobudo de Okinawa, se encuentra el nunchaku, que se compone de dos varas de forma cilíndrica que son de la medida del antebrazo del practicante, se unen en uno de sus extremos entre sí con una cadena o soga de la medida del contorno de la muñeca. Esto permite ágiles y rápidos movimientos dinámicos, que en conjunto con la masa de los palos se convierten en una gran inercia que puede ser mortal. En la película Game of Death (1972), Bruce Lee presenta lo que los expertos definen como uno de los mejores duelos con nunchakus jamás vistos. 
Pues bien, que tiene toda esta introducción que ver con una historia en este blog? Simplemente el hecho de contextualizar uno de los momentos más difíciles por los cuales he pasado en mi vida, el cual me enseñó una de las mayores lecciones que he recibido.
Vivíamos en Trujillo, alrededor del año 1980. Mi mamá, al ser abogado, mantenía estrecha relación con el colegio que los agrupa. Entre las actividades que ofrecían a sus agremiados, estaban las clases de karate, para todos los niveles. Mi mamá, en su delirio de que nos mantuviéramos lejos de la droga, entre otras múltiples actividades nos inscribió en dichas clases. El sensei era Coromoto (no recuerdo su apellido). Este personaje era todo un fornido, con cara de matar gente, que era el entrenador de la policía del estado, y por supuesto un hombre a temer. Se la pasaba descalzo trotando en un traje negro de karate (o quien sabe que otra disciplina). Por ser amigo personal de mi papá, yo sabía que era un experto conocedor de todas las armas de fuego que podían existir. Quizás fue miembro de algún grupo elite del ejercito, y quien sabe si hasta trabajo con el FBI o la CIA. Lo cierto del caso es que Coromoto era nuestro sensei, y representaba fielmente lo que debe ser un sensei (lo único que le faltaba era ser chino o japonés). Por cierto que años después me enteré que se había tenido que ir del estado, ya que un flaquito lo había agarrado y le había dado hasta por la cedula….
Aunque no recuerdo bien, las clases eran al menos 3 días a la semana. Esos días, nos íbamos mi hermano y yo a recibir nuestras respectivas clases de karate, kimono en mano. Como ayudantes del sensei, siempre habían o estudiantes mas avanzados, u otros practicantes que venían por épocas. Por lo general, los sábados habían exposiciones de artes marciales, donde por supuesto se presentaban las distintas armas que componen esta arte marcial, lo cual aumentaba el deseo de practicarlo por parte principalmente de los más pequeños. Un sábado de esos, en una exposición, se presentaron los nunchakus. Hasta ese momento, nada me había llamado mucho la atención de ese arte. Mas aun cuando un día, nos tocó una actividad donde nos iban a preparar para el futuro como cintas amarillas, lo cual consistió en que el sensei nos agarraba los brazos, y nos echaba un jalón tan pero tan duro, que se dormían ambos brazos por un tiempo como de media hora. Claro está, en ese momento, nadie se quejaba ni decía nada, pero en el baño se hizo una piscina cuando todos llegábamos a desahogar nuestro dolor supuestamente en privado llorando, sin sentir nuestros bracitos. En otra oportunidad, nos pusieron a todos acostados boca arriba, nos pidió el sensei que pusiéramos la barriga dura, y acto seguido se puso a correr sobre nuestras barrigas. Como entenderá el lector, esa no era la parte que me gustaba del deporte. Por el contrario, un día hubo una exposición, que al finalizar quedaron una serie de tejas, maderas y ladrillos sin utilizar, y me deleité partiéndolos al grito del KIAIIII!. Gocé un mundo, partí como mil tablas, ladrillos y maderos, pero al querer fijarme en la hora que era, me di cuenta que no me había quitado el reloj, el cual se encontraba, cual comiquita, con el cristal partido y las agujitas todas enrolladas y apuntando hacia fuera del reloj.
Total, que después de la exposición donde vi los nunchakus, quedé enamorado de los mismos. Por supuesto que le pedí a mi papá unos, y su respuesta fue la de costumbre: “fernando, ya te he comprado demasiadas cosas que no utilizas. Demuéstrame que vas a practicar el karate por un tiempo suficiente, y te los compro; no puedes seguir coleccionando vainas que no utilizas”. Me quedé con esa rabia, pero decidido a tener mis nunchakus a como diera lugar.
Una de las consecuencias de la exposición de los nunchakus, fue que no fui el único que quedó entusiasmado con los mismos, de manera que se generó una fiebre de tener nunchakus. Los mas grandes, lo que hicieron fue comenzar a fabricárselos ellos mismos, lo cual tenía mucho mayor mérito para quien orgullosamente contaba con un par de nunchakus fabricados por sus propias manos. Recuerdo que en la clase, a pesar de que no se utilizaban, quien tenia unos nunchakus se los colocaba en la parte posterior de su cuerpo (por atrás pues!), en forma oblicua, y amarrados por la cinta. Se veía realmente bien el tener sus nunchakus de esa manera. Yo de verdad no aguantaba la envidia, por lo cual, como de costumbre, hice un plan….
Comencé estudiando a todos los que llevaban sus nunchakus (les decíamos “chacos” simplemente). Observaba donde los ponían, los estudiaba, porque estaba decidido a tenerlos a como diera lugar. Un día, mientras nos cambiábamos en el baño, alguien dejo sus chacos colocados cerca de donde me estaba cambiando yo. Era el momento, era ahora o nunca, pensé. Miré donde estaba el dueño de los mismos, quien se encontraba distraído. Lancé mi kimono sobre mi objetivo, y procedí a agarrarlo con todo lo que estaba cubriendo. Los tenía en la mano. Agarré mi bolso rápidamente, y metí allí el objeto de mi reciente acción comando. Rogué por que mi papá nos estuviera esperando afuera, y así fue, de manera que ni me despedí de nadie. Me monté en el carro, y suspiré que pude salir del compromiso que significó alcanzar mi anhelo de tener unos chacos. Por supuesto, en mi casa mis padres no eran pendejos, de manera que eso debía ser un secreto, ya que si llegaban a ver que tenía cualquier cosa que no me hubiesen comprado, se formaría la de San Quintín (madre peo pues!), por lo cual no pude compartir con nadie mi reciente éxito alcanzado. Llegué a la casa, me encerré en mi cuarto, y por fin pude acariciar unos chacos. Les di una o dos vueltas, como había visto en las películas y en las exposiciones; me pegué madres coñazos en la cara, en las costillas, en los brazos, pero no me importaba, ya que con el tiempo adquiriría la experticia necesaria para utilizarlos como arma de defensa personal.
Pasaron los días. En la siguiente clase, el sensei nos reunió a todos, y nos indicó la situación que se había sucedido, que correspondía al hecho de que a uno de los compañeros se le habían “extraviado” sus chacos, y que esperaba que quien se los hubiese “encontrado” los devolviera. Inclusive, dijo que era suficiente con que los dejara donde los encontró, ya que lo importante era que aparecieran, y que no buscaban perjudicar a nadie. Esto vino acompañado con quien sabe que otra historia referencial acerca de lo correcto, lo justo, el sacrificio, lo malo de robar, etc. Yo, por supuesto, me hice el loco. Jamás entregaría mis tan anhelados chacos.
Siguieron pasando los días, y en mis ratos de soledad practicaba con “mis” chacos, pero realmente no era lo mismo tener que practicar en la soledad de mi cuarto, que poder ir a las clases y mostrar los chacos, amarrados por la cinta a la espalda, para la envidia de todos los demás (misma que sentía yo). Aquí es donde el cuento se pone “peludo”. Comencé pensando que para poder llevar los chacos a la clase de karate, debía hacer que los mismos fuesen irreconocibles por su anterior dueño. Recuerde que solo contaba con 10 u 11 años a lo sumo. Decidí darles unos golpes para que se vieran mas usados, y colocarles mis iniciales. Con eso, supuse que jamás podría reconocer el exdueño sus chacos. Una vez realizada la acción, esperé con ansias la próxima clase, en la cual haría el debut como orgulloso dueño de unos chacos.
Llegó el momento de la verdad. Llegué a la clase, me cambié, y me puse mis chacos a la espalda. Me sentía el hombre más grande del mundo, puesto que todos me preguntaban de donde los había sacado. Yo les dije, sin dudar ni un segundo, que los había hecho. Por supuesto que fueron muchos los que se me acercaron y me pidieron para verlos. Estuve toda la clase con mis chacos en la espalda, hasta cerca del final de la clase, donde todo se vino abajo. El sensei, que nos reunía a todos antes de la clase, en posición como de yoga, dijo, palabras mas palabras menos: “ya sabemos quien se llevó los chacos. Al terminar la clase hablaremos con el, y recibirá de nuestra parte la reprimenda que se merece. No diremos su nombre puesto que el sabe quien es”. De verdad, que hasta ahora ese ha sido el momento MAS DIFICIL que he tenido en mi vida. Nada hasta la fecha se compara con lo que sentí en ese momento, ahí sentado, mientras se me dormían las piernas quizás por la posición en la que me encontraba, quizás por el susto y el dolor que sentía. Era como si todo el mundo, con esas palabras, supiera que era yo. El sensei, con esa cara de asesino que tenia, me miraba fijamente. El dueño de los piazo de chacos me miraba fijamente. De verdad que rogaba porque la tierra se abriera y me tragara. Quería que el tiempo se detuviera, para que nunca tuvieran que hablar conmigo. Nos paramos todos. Yo con mucha dificultad ya que sentía que las piernas me temblaban. Se me acercó el sensei así como hecho el loco, y me dijo que no me fuera, que quería hablar conmigo. Me imagino que quien me veía no notaba la diferencia entre el blanco del kimono y el de mi cara. Todo el mundo se estaba haciendo el loco para quedarse y ver quien fue el ladrón. Hasta que me tocó ir a hablar con el sensei. Todos se dieron cuenta. Quedé al descubierto. Me sentó el sensei con sus tres ayudantes, y el dueño de los chacos. Por supuesto, como comenté al comienzo, cada quien se hacia sus chacos, de manera que era imposible que el dueño de los que me había robado no se diera cuenta de que eran los suyos. Me dio un discurso. Muy poco recuerdo del mismo, puesto que el miedo, por una parte, el susto por otra, y la vergüenza no me permitían pensar muy claramente. Me reclamó que como era posible teniendo los padres que tenia, que me robara algo que ellos me podían comprar, que eso estaba mal hecho, y en fin, todo lo que se le puede decir a un pendejo que hace una guebonada como esa. Me llevo a donde estaba mi papa esperándome, y le echó todo el cuento. DIOS, como había cometido semejante estupidez.
El camino a la casa con mi papá fue silencioso. Mi papá es un hombre que pocas veces pierde la paciencia, y en cuanto a los castigos se refiere, siempre fue un genio, ya que conseguía, sin violencia alguna, que uno sintiera hasta la última fibra el castigo. Cuando llegamos, supe que venía la conversación con el. Por supuesto que al contarle a mi mamá, que era más apasionada con todo, se arrechó, fritó, le dio vergüenza ajena. Mi papá por el contrario me dijo que eso estaba mal hecho, que no se podía repetir. Le pedí; le imploré que no me llevara más al karate; no quería ir a que me señalaran todos, y al mostrar mi debilidad, mi papá consiguió el castigo perfecto: seguiría llevándome religiosamente a mis clases de karate…
Las clases sucesivas fueron realmente terribles. Era como un cáncer andante. Nadie se me acercaba. Nadie me hablaba. había roto el código de solidaridad de quienes practican las artes marciales. Fueron días muy duros y terribles, pero como todo, pasaron. Aprendí mi lección de que jamás, JAMÁS, debía robarme nada, lo cual, hasta cierto punto, he cumplido en lo que llevo de vida.
Pero si alguien me propone que practique el karate, de verdad que lo pensaré dos veces… no vaya a ser que me roben.