(Crónica presentada en el Concurso Letra Corrida: Crónicas del Maratón CAF-CARACAS 2013)
El reloj me sacaba de los pensamientos obligados. Había despertado hacía minutos, y repasaba las acciones a ejecutar. había preparado lo que me llevaría la noche anterior, así que era obligado desayunar, hidratarme y encaminarme a la gran carrera. Quería llegar a tiempo de conseguir puesto, ya que el año anterior casi me perdía la partida buscando uno. En el camino pensaba que lo importante era terminar. Terminar sin haber dejado de correr en todo el recorrido, y bueno, bajar las 3 horas del año anterior. Mi mayor temor: la subida del Helicoide. Mi fortaleza: todo el entrenamiento que había seguido rigurosamente. Llevaba todo lo recomendado, y probado. Finalmente, llegué a mi encuentro conmigo mismo.
A la entrada al parque Los Caobos, me encandilaban las luces del carro de la policía que resguardaba a los transeúntes. Caminé por la senda hacia donde se escuchaba música, y fuí viendo cada vez más gente. Encontré el aviso de entrada para los extraterrestres que iban a correr la maratón completa, y seguí buscando la de los aspirantes. Al final, pasando los guardarropa, estaba la entrada a mi encuentro con mi historia.
Como siempre, me acompañaba mi hermano Jesús. Tanto el de la Cruz, como el que ha corrido conmigo cada kilómetro pisado. Todos nuestros planes, toda nuestra preparación, llegaba al momento en que dejaba de ser «nuestra», para convertirse en esa lucha unipersonal contra los miedos y las condiciones físicas. Luego de un calentamiento obligatorio, la adrenalina se me acumulaba mucho más allá de los geles que llevaba en mis bolsillos. Luego de los pasos obligatorios casi llevados por la acumulación de la gente a mi alrededor, entre los aplausos y la alegría pisé la línea de salida dando inicio a esta nueva aventura.
Pasa la algarabia del primer kilómetro. Al entrar en el túnel hacia la Bolívar, como siempre alguien grita y todos respondemos. Paso una atleta sorda, a quien le traducen los gritos de ánimo que todos damos. Claro, es el primer kilómetro y los geles aún no terminan de salir por los poros. Al kilómetro 2, hay una pelea de perros que entretiene a todos los corredores. Una jauría ataca a un pobre perrito, pero no lo veo, sino que lo concluyo por los gritos de cuantos van (y me van) pasando. Entiendo que un vigilante le da una patada a alguno de los miembros de la jauría, patada que es celebrada cual acción victoriosa de la vinotinto en el campo. Viene la subida hacia el calvario. Calvario este en el que voluntariamente me metí, y llega la primera estación de hidratación. Sobrevivo a los potes y tapas tiradas, además de a las que vuelan hacia y desde los corredores. Este año nos pusieron a subir más, pero voy bien. Ya sudo, pero finalmente llego al calvario (o estoy desde que comencé a correr). Me enfilo por la Av. San Martín, y gracias a Dios voy en bajada. Es increíble ver a la gente animándonos. No por primera ni por última vez en la carrera, trago grueso y me concentro en mi respiración para ahogar la emoción previa a llorar. Por segunda vez en mi vida, estoy corriendo por donde hay caraqueños que ni siquiera han pasado, y me parece increíble hacerlo. Pienso en que nadie hubiese creído hace 2 años y tanto, y por lo menos 30 kilos más que incluso repetiría esta hazaña. Nuevamente el nudo en la garganta, pero ya paso por el hospital militar, donde se supone reposa nuestro ya expresidente. Se acerca el siguiente reto, la subida hacia la O’higgins. Sigo bien. Hago chequeo, y ya no queda ni sombra de aquel globo naranja que decidí acompañar, pero voy pasando gente. Pienso en las veces que subí aquella infinita penuria en la urbanización, y recuerdo cuando tuve que pedir que me buscaran porque no pude vencerla. Luego, mis luchas contra la subida del Marqués por la Cota Mil, que también vencí. Así que sólo debo concentrarme. Finalmente llego a la bajada. Me preparo, porque se acerca la mitad de la carrera, y debo consumir mi gel. Recuerdo: el gel, luego el agua, porque ya veo a la India que sigue a la estación de hidratación. La paso, y recuerdo las veces que caminé por aquí. Cuántas veces me paró mi Tía Sara a que caminara para ver si adelgazaba, y lo hice a regañadientes, para comerme una licuadora de panquecas escondido luego de complacerla en aquellas caminatas matutinas. Ahora voy pasando por el frente de su edificio, y subo la mirada a ver si me esta observando pasar, pero no logro detallar, debo concentrarme en la vía. Mucha gente vitorea y aúpa. Y se viene, al entrar a la plaza madariaga, el mayor de mis temores. Paso mucha gente que camina. Ya siento las consecuencias de los mas de 12k que llevo, pero me siento bien. Subo, mientras alguien grita «graseen, graseen», y logro entrar en la Av. Victoria. Victoria que recorro, y que aún está lejos. Me pasa un señor que en su espalda puso «tengo 56 años y 2 infartos y vas detrás de mi». Un golpe duro. Le pregunta un transeúnte «vas bien papá?», y pienso que la respuesta es obvia. Comienzo a dar la curva y entro a los símbolos vía los próceres. Recuerdo que por inexperto me compré unos zapatos que en la carrera pasada casi hicieron que perdiera los dedos. A esta altura ya no los sentía, pero hoy voy bien. Agotado, si, pero bien, contento y concentrado en mi meta. Veo los avisos del maratón, y me da escalofrío pensar que estoy tan cerca de mi meta en comparación de lo que les falta a los que pasan por ahí en ruta a la meta de los 42k. Pero sigo. Veo a los que vienen de regreso, y quisiera estar allá, del otro lado. Paso la estación de gatorade, y nos dan ánimo. Sigo, hasta que doy la vuelta para enrumbar al tramo final. unos minutos después, un señor que va delante de mí se desvanece. Cae como un plátano, y nos paramos varios. El hombre está ido, no reacciona, y mientras grito por ayuda, pienso que si me enfrío, no podré cumplir con mi meta. Se acercan más corredores, y vienen corriendo los socorristas. Veo que mueve la cabeza, y decido seguir. La escena es un recuerdo de que es un compromiso con altos riesgos esta aventura. No necesito mucho para volver al ritmo, ya que a esta altura mis piernas son seres independientes, gracias a Dios, que llevan vida propia. Paso la venta de CDs, y viene la bajada. La bajada que precede el penúltimo temor de la carrera, la subida de los estadios. La enfrento, me le pego a una dama que se da ánimo, pero al final la camino. Más por un efecto psicológico de «ahorrar» energía para el remate final, que por falta de fuerza. La bajada me ayuda, y entro en la Gran Avenida. El túnel me hace latir el corazón más fuerte, porque al cruzarlo, viene la meta. La subidita me pega, pero voy dispuesto a dar el resto. Y corro, corro y sonrío haciéndole caso a los avisos que recuerdan las fotos que se vienen. Y me digo «lo logré». Y ahora si se me entrecorta la respiración del remate con el llanto que me invade. Pienso en mi mamá, que estaría tan orgullosa de mí; que lo está desde donde me acompaña siempre, y en mi hija, que se pondrá la medalla con tanto orgullo. Y levanto los brazos porque se me viene la meta…
Pasada la tarde, y luego de casi desmayarme al detenerme, veo mi tiempo oficial, el cual me confirma que hice el recorrido en 15 minutos menos que el año anterior. 15 minutos que significan un cambio de vida. 15 minutos que se sumarán el próximo año a otros 15 minutos que venceré.