En Febrero de 2016 tuvimos la oportunidad, mi familia y yo, de ser acogidos como residentes en México. Veníamos muy golpeados de Venezuela por la situación ya difícil en ese entonces, cuando por ejemplo mi esposa y yo no comíamos queso ni tomábamos el producto que no era leche, sino algo que la contenía, para que nuestra hija pudiera tener la oportunidad de comer algo de productos lácteos. Eran días muy difíciles… teníamos que ir al supermercado cuando lo permitía el último dígito de nuestro documento de identidad, esperanzados en tener la suerte de encontrar al menos lo mínimo necesario para seguir sobreviviendo, lo cual no siempre sucedía.
En Marzo de 2017, mi trabajo requirió ir a Venezuela por una semana. Debía atender unos compromisos en Caracas, y tener un viaje al interior. Lo primero que se me ocurrió fué quedarme en un hotel en Los Palos Grandes, que no solo estaba bien ubicado para ir a la oficina, sino que estaba a unas cuadras de la casa de mis compadres. De esa manera, mi plan era pasar el mayor tiempo posible con ellos, y abatir así la soledad típica de un viaje como ese.
El primer día que llegué a Venezuela me impresionó la soledad que había en la calle, en comparación con la agitación típica que siempre había, especialmente alrededor de la Plaza Francia, en Altamira. Ese día llegué al hotel, y todo parecía normal, incluso el hecho de los controles de seguridad para entrar y salir del mismo, propios de la ciudad desde hacía mucho tiempo. Una vez en la habitación, pude comprobar que había jabón y papel sanitario, e incluso había una coca cola y dos cervezas Solera Azul como cortesía, las cuales de inmediato metí en la pequeña nevera de la habitación para disfrutarlas en la noche cuando alcanzaran la temperatura adecuada. De allí me fuí a la oficina, donde lo primero que me impactó fué ver cómo todos los que me recibían habían perdido muchos kilos. No podía dar crédito a lo que veía, personas con quienes compartía a diario hasta el momento en que me fuí, casi no las reconocía, ya que resaltaba una delgadez abrupta, de la cual destacaban unas sonrisas de bienvenida que mostraban muchos dientes, como más de los que normalmente tienen los seres humanos.
Llegada la hora de la comida, fuí con mis compañeros a uno de los sitios a donde acostumbrábamos comer, y para mi sorpresa, una comida que hasta antes de mi mudanza costaba 750 bolívares fuertes, ahora costaba 8 mil. Decidí pagar con mi tarjeta venezolana aún activa, que apenas cubrió el monto de los 4 comensales. Al final, entre el viaje y las actividades en la oficina estaba muy cansado, por lo cual les dije a mis compadres que mejor nos veíamos al día siguiente. El taxi que me buscaba en la puerta de la oficina y me dejaba detrás del muro de seguridad del hotel no tardó prácticamente nada en aquel trayecto que tantas veces había recorrido a hora pico, y donde dejaba horas-nalga. Me acompañó un amigo a quien invité a cenar en el restaurant del hotel, que al sentarnos casi me desmayo al ver los precios de todo lo que ofrecían. Tampoco era un menú muy grande, como los que acostumbraba haber en los restaurantes de la ciudad, pero si estaba hecho para extranjeros, quienes eran los únicos que sin duda alguna podían pagar esos precios exhorbitantes. Al final de ese día, entre la depresión por lo que había visto y vivido, y por el cansancio del viaje, me deleité con mis dos Soleras Azules, y caí en un sueño profundo…
Al segundo día inicié con un desayuno en el restaurant que lo que daba era lástima. Un sitio poco iluminado, mostraba una mesa tipo buffet donde habían huevos revueltos, unas escuálidas arepitas y algunas pocas lajas de jamón y de queso blanco. Al acercarme a servirme, un mesonero me indicó que sólo eran dos arepitas por persona, así como 2 lajas de jamón y dos de queso. Me quedé como paralizado y me surgieron unas inmensas ganas de reclamar que estaba pagando completo, por lo cual no me podían limitar, sin embargo, aquella cara que mostraba tristeza, vergüenza y hasta envidia, más la actitud callada, cómplice, resignada del resto de la gente que comía, me hicieron desistir de mi intención y derecho, y regresar la tercera arepa que había puesto en mi plato. Como los demás, me senté en silencio a comer lo que al menos había, con un café negro ya que tampoco había leche, y mucha tristeza.
Ese día transcurrió sin mayor novedad, siendo testigo de cómo la ciudad parecía devastada por una «bomba solo mata-gente». Al final, llegué al hotel y me preparé para ir a reencontrarme con mis compadres. A eso de las 6 de la tarde, atravesé el muro de seguridad del hotel y me sentí totalmente vulnerable. La soledad que había, interrumpida muy de vez en cuando por un carro y muy pocas personas, me tenían nervioso. Me había vestido lo más sencillo posible como para pasar desapercibido, pero siendo el más gordito en aquel valle de delgadez pues me hacía sentir como con una luz encima. A paso muy rápido, casi corriendo, atravesé las 4 cuadras que me separaban de la casa de mis compadres. La tradición era llegar y llamarlos por un costado del edificio, para que lanzaran la llave y así entrar, pero yo iba pensando en la exposición a la que estaría sometido fritando desesperadamente para que me lanzaran la llave, y sacar el teléfono en medio de la calle, ni loco!. En el trayecto, y a pesar del susto y la velocidad, iba recordando los momentos cuando con la familia caminábamos tranquilamente por esa zona, alrededor de la Plaza Francia de Altamira, ejemplo de seguridad para el resto del país. Aún no era de noche por lo cual no estaban encendidas las luces en la calle. Al llegar tuve la agradable sorpresa de que estaban en la ventana, por lo cual la operación de la llave fué rápida, y pude sentirme de nuevo seguro dentro del edificio.
Mil recuerdos me llenaban la mente recordando las veces que habíamos estado en aquel sitio. Se abrió el ascensor en el piso 2, y recorrí el pasillo para encontrar a mi compadre en la puerta esperándome. Pero algo me impresionó al verlo más de cerca, lo cual pude comprobar al abrazarlo: parecía una chupeta bolibomba, con una cabeza que se veía inmensa con relación a lo flaco de aquel cuerpo al que le quedaba grande la ropa, y nuevamente la sonrisa llena de dientes, muchos dientes… Pasamos la puerta y vino a recibirme mi comadre, que no se veía tan demacrada pero si muy delgada.
Luego de los saludos, nos pusimos al día de las cosas sucedidas en el poco más de un año que había pasado desde que nos habíamos despedido. Me comentó mi comadre que había retomado ir a correr, y que por eso estaba tan delgada y me preguntó si se le notaba… Reprimiendo mi impresión, le dije que por supuesto! que le estaba haciendo muy bien el ejercicio, aunque por dentro pensaba que no era posible que sólo con eso lo hubiese logrado. Y veía a mi compadre. En realidad trataba de no verlo con detenimiento para no delatar mi impresión aún presente. Salieron unas cervezas, como de costumbre, y me dijo mi comadre qie quería comer, y sabiendo que no aceptaría un «no» como respuesta, acepté la invitación. Afortunadamente los niños estaban bien, lo cual me quitó un poco de preocupación de la que tenía por lo que estaba viendo. Nos fuimos a la cocina, donde por lo general pasabamos mucho tiempo hablando, y sacó mi comadre un paquete de harina de color amarillo. Por la costumbre, asumí que era harina PAN. Además, mi comadre me contaba cómo hacía para no comprar la comida que vendía el gobierno, haciendo un esfuerzo para conseguir lo que podía de otras fuentes, por lo cual se me hacía lógico que tuvieran harina PAN a pesar de su desaparición del mercado. Mientras hablábamos, mi compadre agarró una mandarina y se la fué comiendo, no sin ofrecerme, a lo cual le pregunté por qué comí si ya íba a estar lista la cena. En ese momento a mi comadre como que la invadió un demonio y comenzó a decir que se la pasaba en esa pendejada de no comer, y el respondió que el peo era conseguir comida, que no se conseguían ni queso ni jamón, y tuvieron una discusión bien aireada acerca de lo difícil que era conseguir la comida básica. Yo me sentí muy mal, pero no quise ni mover un músculo para evitar que interpretaran de manera equivocada mi actitud. Finalmente estuvieron listas las arepas y pasamos al comedor. Nos sentamos los niños y mi comadre, mientras mi compadre se sentó en una silla de la sala. Con mucha vergüenza imité a todos sirviendome una arepa con mantequila, jamón y queso amarillo. Al dar la primera mordida a la arepa me asaltó una idea que compartí, comentando que la arepa sabía a taco mexicano. «De bolas!» me dijo mi comadre, ya que la harina era mexicana. Casualmente venía en una bolsa amarilla como la harina PAN. Entre cuentos y risas, me terminé mi arepa, y ante la solicitud de que me comiera otra, les dije que no se preocuparan, que había comido tarde y con una sola era suficiente. La verdad era que después de haber presenciado cómo mi compadre dejaba salir esa triste realidad que vivían, pues me sentía muy mal incluso de haber comido…
Luego de comer estuvimos conversando un rato, pero ante la oscuridad que ya había traido la caida completa de la noche, pues les dije que me tenía que ir. Pensé en tomar un taxi, pero por un lado no tenía sufieicnte efectivo, y por otra mi compadre, mostrando de nuevo la despreocupación que le caracteriza, me dijo que no me preocupara, que no había problema alguno en irme caminando. Hice de tripas corazón, me despedí de mi comadre y de los niños, y bajamos mi compadre y yo. En la reja, como de costumbre, nos despedimos, aunque esta vez no fué tan larga la escena. En tiempos pasados el problema era la cantidad de personas que pasaban por el sitio, pero ahora éramos casi los únicos allí. El mejor plan era atravesar la plaza Francia para ahorrar distancia, pero precisamente era el camino que consideraba más riesgoso, aunque al final decidí tomarlo. Ahora sí iba a lo que me daban las piernas sin llegar a correr, y al llegar al otro lado de la plaza y ya subiendo al hotel, había un grupo de gente revisando la basura de uno de los edificios del lugar. No era mentira, lo estaba viendo con mis ojos, y por supuesto, aparte de lástima, me dió mucho miedo ser el único que pasaría entre ellos, pero no había más opción, de manera que me encomendé a Dios, y atravesé aquel grupo que ni siquiera dieron cuenta de mi presencia.
Ya en la entrada del hotel, tuve que demostrar que efectivamente me estaba hospedando allí, y luego de unos nerviosos minutos, logré sentirme nuevamente a salvo. Les avisé a mis compadres que ya estaba en el hotel, y me fuí al restaurant sólo con ganas de tomarme una cerveza, por la cual pagué casi lo mismo que recibía de sueldo mensual antes de irme de Venezuela, pero ante la depresión que me atormentaba, pues lo hice sin mayor problema. Al día siguiente fuí de Caracas a Barquisimeto, en un viaje expreso por tierra, siendo testigos en el camino del saqueo de un camión de alimentos que estaba detenido en el tráfico a tan sólo dos carros del nuestro, el cual finalizó cuando llegó la policía y comenzó a disparar para alejar a la gente del camión ya casi vacío, y llevarse lo poco que quedaba. Todo visto en primera fila, sin intermediarios ni sus interpretaciones. El resto de la semana fué, si se puede decir, sin mayor novedad, hasta que el sábado emprendí el viaje de regreso a México, no sin enfrentarme en el counter del aeropuerto con 3 guardias nacionales que iban pidiendo el pasaporte de cada una de las personas y les preguntaban por qué viajaban. Habían muchas historias de secuestros de pasaportes contados por gente que al final no lograban salir de Venezuela hasta que pagaban el rescate respectivo, las cuales recordaba mientras se me acercaba el trío verde oliva. Al final me pidieron mis documentos y me hicieron la pregunta. Les respondí que vivía en México, ante lo cual me pidieron mi documento de residencia, que al momento de entregarlo sentí que se me iba la vida, pero me devolvieron todo y pude finalizar sin problemas mi viaje.
A pesar de haber vivido muchas situaciones terribles antes de irnos, regresaba con la esperanza de que al menos se mantuviera igual la situación, pero la realidad fué implacablemente dura. El ver como la familia estaba sometida a esa situación, sin posibilidades de escapar de la misma mientras estuvieran en Venezuela me produce una gran frustración. Afortunadamente, al final de ese año 2017 mis compadres alieron del país y tuve la oportunidad de visitarlos y hasta de hacer un chiste de ese terrible momento que viví al verlos en ese estado. Pero aún siguen allá nuestras familias, nuestros amigos, por lo cual no podemos olvidarnos de todo por lo cua deben estar pasando, que se agrava hora a hora. Actualmente se están gestando acciones por la recuperación del país, y nuestra esperanza es que se logre ese objetivo, de manera que mas nunca se repita esa situación. Una experiencia que jamás olvidaré, y que ahora comparto como un pequeño ejemplo de la pesadilla que se ha vivido y se vive en Venezuela.