Nueva forma de conquista: la "Sambilización"


Aquella materia llenaba completamente todas las áreas que componían las ropas que se usaban. Todo aquel que de una u otra manera se divertía en sus primeros años la conocía en sus distintas formas. Era algo normal, la compañía obligatoria, el marco de la alegría, el piso por el que pasaban los juguetes que a lo largo del año, y especialmente al final de cada uno de ellos, conformaban la colección. Carros, tanques, soldados, casas, animales, todos el algún momento se fundían entre las risas de la felicidad. Luego, con la edad llegaban los juegos donde era más directo el contacto con el material. Por lo general en grupo, se disfrutaban los pases de pelotas, los saltos de cuerdas, las búsquedas de amigos escondidos. En muchas oportunidades terminaba siendo la pista de aterrizaje al resbalar de uno de sus compañeros inseparables, por medio de los cuales se lograba mantener la temperatura baja gracias a la sombra que proporcionaban, lugares que se exploraban, cuales primates en búsqueda de alimento, pero debido a las ganas de resaltar del resto de los congéneres ante la mirada interesada de la hembra con la que por supervivencia de la especie se quería propagar la misma. Todo eso y mucho, mucho mas, se resumía en aquel material primario que ha acompañado al hombre desde su llegada al mundo: la tierra. A veces cubierta con grama, otras mojada, en las generaciones que la conocimos siempre fue parte fundamental en nuestro proceso de crecimiento. Plataforma desde la cual asesinamos colonias enteras de hormigas, donde creamos sin saberlo formas atómicas que desbarataba otra metra al impulso de nuestras uñas. Uñas que eran la nave perfecta donde transportabamos grandes cantidades de tierra, como prueba de las proezas realizadas, y que terminaba delatandonos ante nuestros padres, dejando constancia de las actividades realizadas ya que en ninguna biblioteca se podía agarrar tanta tierra por más sucia que estuviera. Límite donde cayeron millones de gotas de sudor producidas por recorrerlas bajo el otro compañero inseparable de la diversion: el sol. O donde fueron a alimentar a distintas especies las gotas de sangre producto de una caída, de la rotura del pabilo de un gurrufio bien afilado, o de la consecuencia del golpe recibido, justa o injustamente, que por lo general le ponía el fin a la jornada.
Quienes crecimos pisándola jamás nos imaginamos que al tener nuestros hijos, tendríamos que ir a sitios especiales y particulares para poder ser testigos de las mismas risas y diversión que proporciona ese tan barato juguete. Y es que sin darnos cuenta, asumimos que lo que nos dijeron era «avance», lo que hacia era irnos quitando aquellos espacios que en nuestro tiempo tanta diversión nos dieron. Se fue haciendo común el decir «aquí jugaba yo». O «aquí metí mi primer gol». O «por aquí rodé por primera vez en un pipote de basura». En esos y todos los otros casos, una construcción, para distintos fines, llenaba aquel espacio. Y se fue repitiendo la observación hasta que nos tocó el momento de que nuestros hijos fueran a repetir los momentos que habíamos vivido. Y caímos en cuenta que aquello que era gratis, aquello que sobraba, se volvió un objeto casi de lujo. Y así, comienza esa búsqueda, que irremediablemente lleva a la decisión casi obligada: ir al Sambil para que nuestros niños se diviertan.
No es un problema que exista el Sambil o cualquier otro centro comercial. El problema viene a ser el hecho de que nuestros niños prácticamente no conocen lo que es jugar en la tierra. Entre los padres que huyen a las alergias, a los que prefieren que no se ensucie, y a los que sencillamente les es más cómodo el centro comercial para atender sus necesidades y «aprovechar» que sus hijos se mantengan «entretenidos» (que no jodan, pues), hemos cedido nuestro espacio, nuestro futuro, a la invasión silenciosa. Y tan profunda es la herida, que en un tipo de retroalimentación satánica hemos cedido los poquísimos espacios que quedan a los animales domésticos, dueños absolutos de las pocas tierras baldías, y que marcan diariamente con sus excrementos, a la vista ciega de sus dueños, quienes prefieren que sus mascotas estén felices sin prestar la mínima atención al hecho de que contaminan los espacios donde quizás sus nietos podrían dejar de convertirse en ciegos consumidores empedernidos de cuanta basura nos lanzan como cochinos en la fila del matadero.

Jamás olvidaré aquellas rodadas por los cerros que recorriamos. Las historias que inventaba para justificar el parecer un muerto viviente por el polvo que me cubria de la cabeza a los pies. La sensación de éxito al ver mi trompo clavar su punta en la barriga del trompo ajeno. El ir a clases con el pantalón manchado de verde en las rodillas por la grama, mientras mi mama me decía «que verguenza, pero no vas a perder esos pantalones». Todo eso y más lo recuerdo mientras hago la cola para entrar al Parque del Este, uno de los últimos bastiones que aún quedan, y que poco a poco cede ante el avance de la indecisión oficial, o peor aún, mientras se me colean en la entrada del estacionamiento del Sambil, donde se que los juegos que hay están medianamente mantenidos por el pago por su uso.

Definitivamente, el santo que va ganando la batalla es «san bill»…

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