Veo a mi hija sentada por horas disfrutando muchísimo de sus videos en Youtube; También veo a mis sobrinos putativos dedicando horas a su consola de video, y pienso en lo que harían si les coloco al frente una tapa de una botella (o «chapa», como la llamábamos nosotros), un clavo, un martillo y una tabla de madera. Seguramente se quedarían estupefactos pensando que estoy loco sacando cosas de la basura, y con toda seguridad jamás llegarían a pensar que con eso pasábamos tantas horas entretenidos como lo hacen ellos con su consola.
Es que se hace tan difícil ver cómo han cambiado las cosas de manera tan radical… Recuerdo cómo nos reuníamos varios a hacer nuestros gurrufíos, buscando la mejor manera de tener ventaja para ganar al oponente. Para ello, aplastábamos la «chapa» con un martillo, en el mejor de los casos, ya que por lo general era con una piedra, para luego hacerle 2 huequitos por el centro. La distancia que separaba esos dos huequitos proveía la potencia a la cual giraría después el gurrufío. Luego, con un trozo de pabilo que se pasaba por los dos huequitos y se amarraba, se completaba el instrumento, para después pasar a la guerra, que consistía en hacer girar a la mayor velocidad posible la chapa, y buscar romper el hilo del oponente, con lo cual se hacía uno ganador. Por ello, el largo que se usaba para el hilo era un punto de mucha importancia, ya que si era muy largo daba oportunidad al oponente de tener mucho espacio para atacar; pero si era muy corto se ponían en riesgo las manos propias. Y de hecho, para tener cierta ventaja, yo aprovechaba una piedra de amolar y le sacaba filo a la chapa, de manera que pudiera cortar de forma inmediata cualquier hilo que tocara, razón por la cual, cuando me cortaban el mío y la chapa salía volando, había que evitarla como fuera para no sufrir un corte que, en muchos casos, hasta requirió de puntos.
La estrategia cambiaba cuando se trataba de competencias de trompos. El punto era lograr que el trompo girara la mayor cantidad de tiempo posible, ya que el primero que se detuviera perdía, y el ganador debía amarrar su trompo y lanzarlo contra el del perdedor, el cual yacía inerte en el piso y en espera de su suerte, con el objetivo de partirlo, por lo cual la ciencia estaba en usar una punta lo mas afilada posible, razón por la cual se «tuneaban» los trompos colocándoles clavos de acero, a los cuales se les hacía un tratamiento especial en la punta para que fueran asesinos con sólo un golpe. Recuerdo siempre aquel trompo gigante que hizo Vitelio, que pesaba como 2 kilos y tenía una dimensión equivalente a una pelota de futbolito. Cuando lo vimos de inmediato asumimos que jamás bailaría, ya que sería imposible hacer todo el movimiento requerido con aquel monstruo, pero no fué así, ya que Vitelio, con su contextura física, logró usar un «mecate» con el cual lanzó aquella bestia desde una acera, y lo hizo bailar en el otro lado de la calle, para lo cual incluso debimos detener el tráfico sin mucho esfuerzo por el espectáculo que representaba semejante osadía.
Y la perinola! cuánto tiempo se le pasaba a uno empujando aquel aparato con el dedo gordo por horas, distraído del resto del mundo, para poder llevar la cuenta de las veces que se acertaba el hueco. Era como el entretenimiento que se tenía en momentos de soledad, equivalente a lo que hacen los jóvenes de hoy en día cuando sacan su celular.
Y así hay tantas cosas que hacíamos, como jugar metras; hacer en la tierra pistas para los carritos; casi partirnos las muñecas con las bolondronas; volar papagallos en las épocas de mucho viento, y como factor común siempre estar en la calle, solos, disfrutando la inocencia que proveía la ignorancia…
Y no es que sea culpa de nuestros hijos que no lo hagan hoy en día. Me atrevería a asegurar que es más culpa de los miedos que tenemos nosotros como padres, ya que la maldad existe desde siempre, sólo que ahora estamos más expuestos a conocer su alcance. En días pasados conseguimos un diskette de 3.5″ muy viejo, y al mostrárselo al hijo de un amigo dijo: «mira, una impresión 3D del ícono de guardar!». Jamás esperé que tuviera esa reacción, sino que, basado en mi experiencia, esperaba que dijera igual que yo lo hice: «Coño! un diskette!». Son tiempos nuevos, a los cuales nos adaptamos irremediablemente, pero lo que no podemos hacer el olvidar de dónde venimos.
Yo sé que no va a ser posible ver a nuestros hijos haciendo lo que nosotros pudimos, pero igual hay que contarlo para que sepan que el mundo no siempre ha sido como ellos lo viven, y más importante aún, que su futuro será tan increíble como el que ahora nosotros vivimos, para lo cual jamás estarán preparados, pero si deben poder manejar y sobre todo aceptar todo lo que les tocará vivir.