
«Un juego de rol (traducción típica en español del inglés role-playing game, literalmente «juego de interpretación de roles») es un juego en el que, tal como indica su nombre, uno o más jugadores desempeñan un determinado rol, papel o personalidad. Cuando una persona hace el papel de X significa que está interpretando el papel de un personaje jugador (término generalmente abreviado con la sigla “PJ”)»
Recuerdo cuando hace mucho, mucho tiempo, jugaba con mis amigos Dungeons & Dragons. Eran los días en los que comenzaba el acceso público a internet (nosotros lo hacíamos sólo desde los laboratorios de la universidad), de manera que nuestro tiempo no era consumido, como ahora, en las redes sociales y demás opciones modernas. Luego comenzamos a jugar Magic the Gathering, y luego, por el año 2000, no podía despegarme de mi portátil jugando Counter-Strike. Era emocionante poder asumir poderes y personalidades ajenos, y compartirlos con los otros jugadores. Y cuando ya no podía más, u otros deberes me llamaban, pues volvía a ser yo, y a asumir mi realidad.
En estos días me comentaba un amigo que no leía libros ni prensa porque le era suficiente estar informado con lo que leía en Twitter y lo que veía en Facebook. Interesante punto de vista, pensé en ese momento, recordando que la promesa de las redes sociales era, precisamente, convertirnos a todos en parte de las historias. Finalmente, teníamos en nuestra manos la posibilidad de relatar la historia, en vivo, pasando a jugar un rol de reporteros de la realidad circundante. Y esa capacidad se extendió a la posibilidad de participar en movimientos políticos, sociales, ecológicos, en los cuales asumimos que nuestra opinión hará cambiar el rumbo de las cosas, eso sí, desde la seguridad de nuestro entorno. Entonces, se ha visto como muchos se han vuelto expertos en la lucha política, gritando con mayúsculas cómo se debe derrocar un gobierno tirano en las calles de cualquier país sometido, pero desde la segura lejanía geográfica y bajo la cobertura de los derechos civiles inexistentes en el lugar de la lucha; expresamos nuestra inconformidad con el hambre que pasan en África, con caldeadas discusiones que casi enredan nuestros dedos mientras disfrutamos un café en Starbucks; y al final, cuando la situación nos es adversa, nuestra opinión vilipendiada, o simplemente nuestras responsabilidades nos lo exigen, nos desconectamos, como si con eso las situaciones se congelaran y esperaran que las ganas vuelvan, o la conciencia remuerda con la situación por la que pasan nuestros congéneres.
Esa forma de «participación» que nos brindan las redes sociales se me hace tan semejante a los juegos de rol. Nos dan el mismo poder que tenemos de probar si el agua está caliente con la punta de uno de nuestros dedos, y si lo está, pues retirarse y esperar a que la situación sea más pertinente. Es como que le resta valor a lo que realmente pasa delante de nuestros ojos, con la posibilidad de hacer refresh y esperar que aparezca una historia menos complicada, en la cual nos envolveremos hasta que nos aburramos.
Y la triste realidad es que, a pesar del impacto que efectivamente puedan tener las redes sociales en tantos problemas que aquejan al mundo, jamás los solucionaremos desde la comodidad de nuestro hogar ni a través de la pantalla de un dispositivo electrónico. Quizás suene duro, pero es una gran verdad la frase de Martin Luther King:
«Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda»