Fernando J. Castellano Azócar
Nací y crecí en Mérida (Venezuela), entre montañas. Allá, las montañas son parte del paisaje cotidiano, como un telón de fondo constante que uno aprende a ver —y a veces a no ver— con la familiaridad de lo que siempre ha estado allí. Pero fue al llegar a Caracas cuando una montaña me impactó de verdad: el cerro El Ávila.
Recuerdo mi primer encuentro con él. Lo había escuchado nombrar muchas veces, y también lo había sentido en la voz de Ilan Chester en su canción “Cerro Ávila”, pero nada me preparó para la magnitud de ese muro verde que parece custodiar la ciudad. Caracas vibra de una manera única, caótica, viva. Y ahí está El Ávila, silencioso, inmenso, como si respirara con ella pero desde otra dimensión, más serena, más sabia.
Pasé muchas horas atrapado en el tráfico terrible de la ciudad, en avenidas que parecían no avanzar, entre el ruido, la prisa y la ansiedad. Pero siempre estaba ahí El Ávila. Como un ancla visual, como un recordatorio de que había algo más allá del caos. Su presencia era un consuelo, una constante. Nunca se movía, pero siempre decía algo.
Además, para quienes no somos oriundos de Caracas, El Ávila también tiene un valor práctico: es una brújula natural. Uno sabe dónde está el norte —y, por ende, el sur, el este y el oeste— simplemente con mirarlo. Es orientación en todos los sentidos posibles.
Comencé a correr los domingos por la Cota Mil, cuando la cerraban al tránsito. Correr con El Ávila a un lado era una experiencia casi espiritual. En esos momentos sentía que la montaña me miraba, que me decía algo, aunque no con palabras. Me sentía pequeño pero no insignificante. Me sentía parte de algo.
Con el tiempo, no solo lo corrí: lo viví. Viví frente a El Ávila. Y luego, en su misma falda. Tenerlo tan cerca era como convivir con una presencia silenciosa pero poderosa. Aprendí a observar cómo cambiaba de rostro según la hora del día o el clima. A veces misterioso y cubierto de neblina. Otras veces, completamente despejado y verde, como si estuviera orgulloso de mostrarse.

Y entonces entendí la canción de Ilan Chester. La comprendí no solo con la razón, sino con la piel. “Cerro Ávila” dejó de ser solo una bella melodía para convertirse en un reflejo exacto de lo que sentía cada vez que miraba esa montaña. La canción era el eco emocional de lo que vivía a diario.
Hoy, lejos de Caracas, sigo llevando conmigo la imagen de El Ávila. No solo como un paisaje, sino como un símbolo de momentos vividos, de aprendizajes, de silencios compartidos. Porque a veces, una montaña no es solo una montaña. A veces, una montaña te adopta, te transforma, y se queda contigo para siempre.


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