Fernando J. Castellano Azócar
Una de las ventajas de tener la oportunidad de vivir en otro país distinto al propio es vivir sus culturas, y en mi caso, admiro profundamente la celebración del Día de Muertos. No se si por cultura o simplemente por temas y circunstancias personales, pero para mi es un tema muy difícil el de hablar de mis padres, quienes fallecieron, como siempre digo, mucho antes de lo debido. Entre las circunstancias de sus muertes, el momento de mi vida en el que ocurrieron, y la falta que me hacen, el solo recordarlos hace que me abrumen los sentimientos y prefiero huir de esa sensación. Pero el ver como se vive en México el Día de Muertos es una gran lección que, a pesar de lo buena y profunda, aún no logra sacarme de mis conflictos sentimentales.
Lo que más admiro de esta celebración es cómo la gente se sobrepone a esos mismos sentimientos que no tengo dudas que los abruman también, y deciden dedicarles un tiempo maravilloso a sus difuntos, recordándolos en los mejores momentos de sus respectivas vidas. Hacer el altar y colocarles sus vicios y gustos mas importantes es una muestra de amor infinito, porque eso lleva, inevitablemente, a recordar esos momentos en que se tomaban sus tragos, se comían sus dulces, y todo en conjunto terminan siendo de los mejores recuerdos sobre esos seres queridos. Y a quienes más admiro es a los que van a sus tumbas y comparten en ese sitio momentos pasados.
Como todos los años, éste me dije que iba a hacer un altar, pero, como siempre, preferí huir al dolor que me produce solo pensar en tener ese elemento físico de recuerdo de momentos que tanto añoro. Este es otro año en que me hago el loco, pero al menos he podido pensar y hasta escribir al respecto, así que creo que en años por venir podré acompañar a tantos en la espera de la visita, recordando momentos tan íntimos, y, por supuesto, llorando por su ausencia…


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