Fernando J. Castellano Azócar
Hay cosas que uno nunca imagina vivir en una oficina. Reuniones eternas, sí. Correos mal redactados, por supuesto. Pero un arma de fuego olvidada en el baño… eso ya es otro nivel.
Hace muchos años, trabajaba en una empresa donde las cosas eran, digamos, un poco más pintorescas que la media. Un día cualquiera, una de las señoras del servicio de limpieza —una mujer seria, trabajadora, que rara vez interrumpía a alguien— vino a buscarme visiblemente alterada. Su rostro tenía ese gesto que mezcla pánico y desconcierto, y en sus manos, envuelta en un trapo, traía algo que no podía adivinar.
Sin hablar mucho, me mostró el contenido: era una pistola. Una pistola real. No una de juguete ni una herramienta rara. Una pistola, de esas que uno espera ver en películas policiales, no en el baño de una oficina corporativa.
Atónito, hice lo que me pareció más sensato: fui directo al despacho del director general. Él también se sorprendió. La examinó cuidadosamente, como si no terminara de creer lo que veía, y mandó llamar de inmediato a uno de los directores de la empresa, un hombre muy respetado, extremadamente correcto, un ejecutivo ejemplar.
El director llegó, miró la escena, revisó la pistola con extrema incredulidad y, tras unos segundos de tenso silencio, frunció el ceño y dijo, con genuina sorpresa:
—Coño… ¡esa es mi pistola!
Resulta que el caballero en cuestión era aficionado al tiro deportivo. Y, aparentemente, ese día, al ir al baño, había dejado el arma sobre el bidet mientras hacía lo suyo. Y la olvidó ahí. Así, sin más. Como quien se deja el celular.
Lo que vino después fue una mezcla de explicaciones, risas nerviosas, advertencias de seguridad y una historia que se convirtió en leyenda interna, contada a los nuevos como advertencia y como anécdota para romper el hielo.
Hoy, muchos años después, sigo pensando en ese episodio. Lo curioso no es solo que haya sucedido, sino que si yo lo contara sin haberlo vivido, probablemente nadie me creería.
La vida de oficina tiene estas cosas: puede ser rutinaria, sí, pero de vez en cuando te regala historias que rozan lo absurdo. Historias que uno no inventa, pero que agradece haber presenciado. Aunque sea solo para contarlas después, como esta.


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