Por alguna de esas razones extrañas, hasta ahora no había escrito sobre mi papá. Aprovechando que es el día del Padre, pues voy a dedicarle algunos bytes, que bien merecidos los tiene…
Obviamente, al querer hablar del Padre, no puedo más que hablar del mío. Uno en la vida conoce muchos Padres (los de los amigos, los de los libros, los de las películas – que dicho sea de paso son el mayor fiasco que existe-, los de las novias, etc…), y hasta llega a pensar en el por qué no le tocó a uno otro papá, por lo general cuando se hace algo MUY malo, y por supuesto viene la lógica respuesta por parte del papá que le tocó. Pero es precisamente allí, en ese punto, donde uno conoce y reconoce el papá que tiene, porque cuando todo está bien, es como vivir en el programa de Bill Cosby. Es cuando están las cosas mal, repito, cuando uno realmente sabe el papá que le tocó, y por allí voy a comenzar esta historia.
Tuve la suerte de tener un papá de muy buen humor. Realmente no lo recuerdo en escenas de mal humor, excepto las que yo mismo provocaba (y que son, precisamente, la historia que cuento). Este es un detalle que siempre me salvó de lo que mi mamá esperaba que me pasara con cada cosa que hacía, ya que por lo general me decía «ojalá que tu papá haya tenido un día bien malo hoy», esto porque jamás hice nada sencillo, sino cosas que realmente merecían atenciones «especiales». Por suerte, cada vez que mamá decía eso, al escuchar la puerta de la casa sonar mi corazón realmente dejaba de latir, pero al escucharlo que venía silbando, pues regresaba mi ritmo normal, aunque sus acciones terminaban siendo las más ocurrentes, y que realmente me hacían reflexionar. Obviamente, por ser como soy, pues hubo miles, quizás millones de momentos donde realmente afloraba ese papá que me había tocado, el papá educador, ejemplarizante, inventivo, pero sobre todo, futurista…
De las veces que recuerdo, hay 3 que son las que más me han marcado. La primera fué cuando decidí robarme unos nunchakus en las clases de karate a las que asistía (el detalle puede leerse en el artículo que escribí en el 2006: karate kid bolivariano). Lo que hice fué grave, pero más fué la lección: una vez que se descubrió todo, asumí que podría sencillamente no asistir más y listo, pero no! la respuesta de mi papá fué que siguiera asistiendo a las clases, aún después de haber sido descubierto públicamente, como si nada hubiese pasado. Esa lección fué de las más duras que recuerdo. Repito, fueron muchas, muchísimas, ya que de verdad inventaba mucho, pero esa ocupa un lugar especial en el «castigómetro»personal.
La siguiente ocasión es básicamente un hito en mi vida. Fué aquella terrible vez en la cual, por no prestar atención, logré un desastre tal, cuya solución fué no sólo original, sino una lección que me ha acompañado toda mi vida. Tan es así, que cuando veo a alguien cocinando, y la llama alta, sugiero que la bajen, ya que lo que cocina no es la llama sino el tiempo. Pero veamos en detalle lo ocurrido. Mi mamá me dejó cuidando un muchacho que se cocinaba a fuego muy lento. La instrucción fué: «solo debes revisarlo para ver si tiene agua, y puyarlo cada hora, hasta que esté suave. A eso de las 11:30, lo apagas». Siendo las 7 y tanto de la mañana, pues me veía obligado a estar en la casa para cuidar el muchacho, pero nadie contaba con mi necesidad de calle… Las 2 primeras horas, no tuve problema en seguir la instrucción al pié de la letra. Pero luego, necesitaba salir. Salir a comprar unas cosas para una tarea; salir para ver a los amigos; salir simplemente! Entonces, llegó el momento de quiebre: tenía dos opciones: o dejaba al muchacho cocinando a fuego lento como estaba, salía y regresaba esperando que nada saliera mal, o le subia la llama, de manera que se cocinara rápido, y podría entonces salir sin necesidad de estar pendiente. Yo opté por la segunda opción, de manera que le subí la llama al muchacho. Hasta ese momento, el plan se veía perfecto, sin embargo, incluí una variante que fué que luego de subir la llama, se me olvidó y me fuí a la calle. Por supuesto que al regresar, la casa estaba llena de humo, que provenía de la olla renaware donde se cocinaba el muchacho. Apagué todo, y no pude hacer más que esperar a que llegara mi mamá…
«60 BOLIVARES!!!!! 60 BOLIVARES ME COSTÓ!!!» gritaba mi mamá al borde del llanto. Miraba dentro de la olla, y en medio del desastre, y de mi silencio, dijo las famosas palabras: «ojalá tu papá haya tenido un día terrible». Para que se entienda el contexto, en ese entonces, comienzo de los 80’s, no había celulares, ni siquiera inalámbricos, ni internet ni nada, de manera que no se sabía nada de las personas a menos que se le llamara por el teléfono CANTV a la oficina, que por lo general ya era toda una aventura. En medio del insulto, suena, una vez más, la puerta de la casa, señal de la llegada de mi papá. Unos minutos de incómodo silencio pasaron hasta que por fin escuché que venía silbando. Al menos no venía bravo por otra cosa. Al llegar, mi mamá le explicó, en lenguaje combinado para sordo mudos y que se enteraran en nueva york, lo sucedido. Mi papá escuchó con esa paciencia franciscana, vió la olla, me vió a mi, todo mientras mi mamá cocinaba un nuevo almuerzo, quizás sazonado por las lágrimas de la impotencia. Finalmente, surgió la solución: «Por no haber prestado atención a las instrucciones, ahora se va a comer toooodo ese muchacho». Bueno, la solución era perfecta. Un día que no comiera no iba a ser nada del otro mundo. Ese día pasó sin mayores consecuencias. La cuestión fué que no entendí bien lo que había decidido mi papá, que era que de verdad me iba a comer TODO el muchacho quemado, de ,amera que al día siguiente, mientras todos comían sus almuerzos, a mi me servian los mismos contornos, que acompañaban a unos deliciosos trozos de muchacho quemado con su respectiva salsa. No sé cuantos días fueron, ni recuerdo si me lo comí todo, pero si recuerdo que fueron muchos, y que aprendí la lección.
Hoy en día, que también soy papá, entiendo tanto tantas cosas… Entiendo que era necesario, además de que era el mejor método. Entre esos momentos tan especiales, estuvo el del día que terminé mi primer semestre en la Universidad. Antes de irme, hubo uno de esos también tantos buenos momentos de conversación con mi papá, en este caso sobre mi comienzo en la Universidad. Hablamos de todo, pero especialmente de lo que debía hacer que era estudiar. Establecimos que por ser el primer semestre, podría no obtener los resultados esperados, de manera que tendría que esforzarme mucho, mientras me adaptaba a la nueva circunstancia. Así me fuí a Mérida, y comencé el camino. En muchos momentos me llamaba y me preguntaba cómo iba. «Bien» era la respuesta que daba (para ver en detalle algunos aspectos de mi paso por la Universidad, se puede leer mi blog Universitas Emeritensis), hasta que llegó el fin del semestre. Antes de irme a la Universidad, había aprovechado, por voluntad propia, la oportunidad de que mi papá era el Director del Jardín Botánico de Barinas, para trabajar allí. Quise trabajar con los obreros, aprender desde manejar un tractor, hasta «jalar machete». Fueron unas semanas de mucho aprendizaje (y con historias también dignas de otros artículos). Si me extrañó el hecho de que un día me avisa mi papá que va para mérida, y ese día, llego a la casa y lo consigo solo. Mala señal, pensé. Estuvimos hablando de cómo me iba, las cosas, de todo, hasta que me dijo «vamos a comprar algo de comer». Salí con el confiado en que ya no habría posibilidad de que saliera el tema de los estudios; y no quería, ya que de las 5 materias, soólo había pasado 2, de las cuales una era Sistemas de Representación, y la otra Sociología, quedando fuera del grupo de las pasadas: Cálculo 10, Química 11 y Algebra (prácticamente un semestre perdido). En el carro, no sé cómo, salió el tema, y al darle la noticia, sólo obtuve esta respuesta: «Ya tu vas a cumplir 18 años, y vas a ser mayor de edad. Yo no voy a mantener un vago, así que si no pasas todas las materias el próximo semestre, tienes dos opciones: o te regresas a trabajar como obrero en el Jardín Botánico, o te quedas aquí y buscas cómo sobrevivir». Eso fué suficiente para que mi sonrisa desapareciera de la cara. Luego de eso, la vida continuó, y mi papá se fué muy temprano al día siguiente, dejándome con esa «perlita». Obviamente, pasé todas las materias, con un gran esfuerzo, excepto química y álgebra (que fué más fácil que la eliminaran del pensum, pero esa es otra historia). Todo un ejemplo de lo que una sabia palabra a tiempo puede hacer.
Muchos otros momentos hubo. Muchos! Pero también momentos muy buenos. La vida me permitió crecer con un Padre que siente una especial adoración por los libros. Siempre estuve rodeado por ellos, y pude leer todo lo que quise. Participé con él, desde muy pequeño, en los experimentos que hacía. Aprendí a lavar los frasquitos como lo hacen en el laboratorio, práctica que aún hoy en día aplico. Un día me dió el libro de Von Bertalanfy: Teoría General de los Sistemas, y comenzó a hablarme de la posibilidad de estudiar Ingeniería de Sistemas, lo cual me trajo al punto donde estoy ahora. Por los días en los que quemé el muchacho, tuve una primera computadora, y a partir de allí, fueron muchísimas las que tuve gracias a mi papá, que tanto peleaba con mi mamá por esas compras (que para la época era como comprar un avión).
Fué mi papá el que me inició en el escultismo. Esa es una etapa de mi vida con la que mantengo una deuda de relatar el impacto de esa experiencia en mi. Muchos de los logros de hoy en día son gracias a lo que aprendí de la forma de vivir de mi papá, que fué Scout, y luego entendí todo cuando me tocó a mi vivirlo, adoptando ese estilo de vida. Son tantas cosas, tantas…
Veo a mi papá como un canal de un río chiquitico, de esos que casi no se ven, y que pareciera que el cemento del que está hecho se resquebraja por el sol y el tiempo, haciendo pensar que con la primera corriente que pase cederá, pero que no se le ve el grosor y lo profundo que llega, por lo cual puede aguantar toda la corriente que traiga ese río, incluso desbordarlo en algunas ocasiones, pero igual obliga al río a ir en la dirección correcta. Ese cauce es mi Papá, y ese río, que tanto peleó y buscó acabar con todo, soy yo.
No tengo palabras para agradecerle a mi papá ser: mi papá. Me parece increíble que de una relación en que ninguno de los dos nos escogimos, se haya producido una sinergia tan grande y fuerte. Definitivamente, no sería quien soy si me hubiese tocado otro papá. Suena a algo cierto incluso si no lo pensara o dijera, pero definitivamente, no creo posible haber tenido un mejor papá.
Este río se ha vuelto manso, y le ha salido una ramificación, de manera que me toca pasar por el proceso de transformación de río a canal, con la esperanza de lograr ser tan bueno como el canal que me contuvo con tanta eficiencia. No es fácil la tarea, pero con el ejemplo que tengo, no dudo que lo podré lograr.
Gracias Papá!
¡Gracias hijo! Si bien yo cuento esas mismas historias cuando veo que algún muchacho hace algo y lo quieren castigar, para básicamente evitar el castigo humillante y los insultos, no sabía que tú las recordabas. No sé si recuerdas, por ejemplo, cuando te montaste en el techo y te castigué haciendo que lo arreglaras. En fin, que lloré cuando leí tu página. Gracias de nuevo.
Cómo voy a olvidar esa gesta que me tocó emprender, de arreglar como mil tejas que partí por andar de desordenado!!!???? Qué tiempos aquellos…..